Desde dentro, estoy casi seguro de que no podía oírme. Dudo que escuchara la lluvia castigando los cristales, ni el viento zarandeando las macetas. Tampoco mis golpes torpes en el marco de la ventana, desesperados por llamar su atención. Sólo quería que me dejase entrar. De una vez.
Llevaba empapado desde mitad del trayecto. Cuarenta minutos, quizás más. Sólo ansiaba limpiar mis gafas, despegarme los vaqueros de la entrepierna y quitarme esas malditas botas, tan impermeables como una esponja, pese a lo que decía la publicidad.
Debería haberlo pensado mejor cuando me propuso ir a un lugar tan apartado. No fue buena idea fingir que la escuchaba. No fue buena idea aceptar tan rápido una siguiente cita. Habría debido esperar a terminar de follar. Pero aquel baño estrecho y su culo perfecto no me dieron tregua. Cuando oí salir de mi boca el “sí”, su cuerpo se estremeció. Yo sólo estaba corriéndome, pero no fui consciente de lo que había prometido hasta que, al día siguiente, me envió la ubicación por WhatsApp.
El timbre no funcionaba, así que tuve que rodear la casa por la parte de atrás, la más cercana al bosque. Al principio me hizo gracia asomarme por el ventanal sin cortinas, como un voyeur de campo esperando sorprender una escena íntima: la chica que se desnuda lentamente antes del baño, o se acaricia sobre la cama creyéndose sola en mitad de la nada.
Pero no vi nada. Mis gafas estaban empañadas, y la noche comenzaba a caer. Ninguna luz encendida al fondo. El viento azotaba más fuerte allí, y el crujido de los árboles doblándose me impedía oír incluso mis propios pasos. Por eso no lo vi venir.
Cayó delante de mí, desnudo, envuelto en un enjambre de cristales. No hubo grito previo. Ningún estruendo dentro que anticipara la tragedia. Ni siquiera el golpe seco de su cuerpo contra el cemento. La sangre tardó un instante en brotar, pero cuando lo hizo, fue tanta que no tuve dudas: estaba muerto. No me impresionó tanto el cristal clavado en su cuello como su pene, aún erecto, arañado hasta la carne. Di un par de pasos atrás, tropecé con el escalón y caí de culo sobre el barro, mientras las gafas se me deslizaban—no sé si por la lluvia o por las lágrimas.
Ella saltó en ese momento. Cayó sobre mí: sentí su aliento en mi cara, el tambor de su pecho, la tensión feroz de sus músculos. Era ella, sin duda. Pero eso no fue lo que le dije a la policía. Alegué que no podía reconocerla: el susto, la miopía, la tormenta… Dije que salió corriendo. Mentí. Porque no podía describirles lo que aún no logro borrar de la cabeza. Su sonrisa vuelta mueca salvaje. Sus pechos oscilando en un jadeo animal. Su piel desnuda, irradiando una belleza feroz. Sus garras desgarrando mi pantalón, mutilando también mi pene, que no supo estarse quieto, ni siquiera entonces.
No puedo olvidar el escozor brutal de correrme bajo las garras de una loba, junto a un cadáver desnudo, con los pies empapados y el culo encharcado de barro.
Quizás ahí empezó mi transformación. Ahora elijo bien el calzado, llevo lentillas y trazo con cuidado mi ruta. Corro muchos kilómetros entre árboles, casi siempre desnudo, dejando que las zarzas me conozcan.
Sé que algún día la encontraré. Y será ella quien me vuelva a arañar.