Otra vez tarde. Últimamente no consigo llegar a una hora razonable al gimnasio. Lo elegí por estar cerca de la oficina y por estar abierto hasta las 22:30. No me equivoqué. Hoy, como el resto de la semana, tendré que apurar hasta el último minuto. Corbata fuera. Zapatos fuera. Malditos botones de esta camisa de marca. Lucen bien y mantienen la camisa sin pliegues ni curvas en todo el día. Pero quitarse esta camisa es como tratar de quitarse un neopreno. El cinturón, con su hebilla de diseño, no es tampoco de gran ayuda. Mierda, olvidé soltar los zapatos. Menos mal que la tendencia hoy es sin calcetines. Un par de prendas menos que quitar. Para poder sentarme, aparto la bolsa de mi vecino de banco. Hoy me ha tocado el tatuado que parece entrenar para arrastrar un Boeing. En la espalda tiene un mapa tatuado. Supongo que es un mapa pirata o algo así, porque me ha parecido ver algún barco navegando hacia su biceps izquierdo. Con tanta envergadura, le cabría el plano entero del Metro. Las diez lineas. A tamaño natural. Su bolsa es del mismo tamaño que su espalda, pero la ha dejado vacía. todas sus cosas están esparcidas por el banco y por el suelo. He contado hasta 6 envases de colores diferentes, con polvos de nombre extraño y brebajes de color fosforito. Los aparto con cuidado. No creo que Armani haya seleccionado tejidos a prueba de estas pócimas pseudo-deportivas.
Series en la cinta. Abdominales. Mi rutina en máquinas. Elíptica. Todo lo hago sin pensar. Vengo a diario y hago ver que estoy trabajando músculo. Mentira, me conformo con que la piel floja de mis antiguos michelines pueda replegarse dentro de la camisa y no haga saltar los botones durante una reunión con cliente. Mi trabajo me cuesta. Adelgacé 40 kilos antes de conseguir este trabajo. Ellos no saben lo que hay bajo la camisa. En realidad poca gente lo sabe. Bueno, sí, ellas lo saben. Son muchas, y parecen una sola. Todas rubias. Todas con falda y tacón alto. Sus blusas son como mis camisas, sus botones también mantienen su pecho a la altura adecuada. Se acercan a mi en el café. O mientras tomamos una copa para celebrar el fin de ese odioso proyecto. No hablamos mucho. Enseguida vamos a su apartamento. O al mío. Da igual, ninguno de los dos está terminado de amueblar. También ellas esperan abandonar Madrid. Este es un buen trabajo para empezar. Seguro que con esta experiencia puedo ser directiva en una empresa en mi tierra. También ellas se mienten. También mantienen una caja sin abrir, como prueba de que están de paso. También saben que han caído en las redes de esta multinacional y que esa caja volará dentro de unos meses a Estados Unidos o a Emiratos Árabes. Quieren follar todo lo que puedan antes de irse. Chupan mi polla con desesperación y yo las follo con todo mi ímpetu contra la pared, sobre la mesa de la cocina, bajo la ducha. Al día siguiente mis dedos en su coño vuelven a cargar sus pilas, en el baño de la oficina. Abro sus culos con mi polla dura. Ellas ahogan sus gemidos tras la tercera puerta de la izquierda, en el baño de chicas. Ésa que todos sabemos que de 15h a 17h se usa sólo para follar. Ambos cargamos pilas para el siguiente proyecto de mierda. Ambos sabemos que serán dos o tres semanas de sexo frenético, con los ojos cerrados, porque no queremos ver que es todo mentira. Sabemos que después ella cambiará a otra corbata a la que no le cuelgue tanto la piel de la cintura y que, aunque la tenga pequeña, tenga posibilidades reales de ser asociado, no como este mediocre ayudante sénior de polla inmensa. Yo levantaré otra falda, mis dedos pulsarán otro clítoris, y dará comienzo otro ciclo de sexo profesional con fecha de caducidad más corta que la de un yogur. Desnatado, por supuesto.
Así llevo seis años. Intento venir al gimnasio a esa hora porque apenas estamos dos o tres personas. Procuro apurar hasta el último momento para no coincidir en la ducha con nadie. No aguanto las miradas sobre mis pellejos colgantes. Y mucho menos sobre mi polla desproporcionada. No sé ya cómo colocármela para no atraer miradas en la sala de máquinas. Miran ellos y miran ellas. Bueno, miento. Hoy hay una chica que no mira. Extraño. Es la gorda que lleva 45 minutos en la elíptica. Me resulta extraño verla ahí. Es la chica de la recepción. No sabía que se pudiera permitir usar el gimnasio como clienta. Ni por dinero (estoy seguro que no cobra más del salario mínimo, menos aún si está contratada por pocas horas), ni por imagen. Los clientes de este gimnasio son en su mayoría modelos, presentadores, cantantes, que viven a pocos metros en pisos de metros infinitos y techos altos. No creo que a esta gente le guste que haya una gorda con ropa de saldo en el plano picado de los selfies con los que alimentan su insulso y repetitivo Instagram.
A mi en cierto modo, sí que me hace gracia. Hay algo hipnótico en ella. Será, seguramente, el hecho de que parece un marciano en medio de un campo de amapolas. O será, más bien, que nunca he visto unas tetas tan enormes moverse arriba y abajo a esa velocidad. Me alegro de poder verlo. Es un vaivén que he imaginado muchas veces a lo largo de estos años. Esa imagen rondaba mi mente cada vez que oía ese “buenas noches” que salía tan monótono de su boca que parecía sincronizado por bluetoth con el “beep” del torno de acceso a la sala. Ella no levantaba la mirada de la pantalla. Pero yo sí bajaba mi mirada hasta su escote. Todos los días, dos tetas que rebosan los límites de una camiseta a la que le faltan dos tallas y le sobra transparencia. Todos los días dando gracias de que eligieran el blanco como color corporativo, y dando gracias a que el algodón de las prendas promocionales va dando de sí, hasta el punto de dejar entrever dos areolas grandes como manzanas que no quieren saber nada de aros ni copas.
Hoy esas dos tetas bailan frente a mi por triplicado: espejo al frente, espejo al flanco y vista directa desde el banco de abdominales. Diecinueve, veinte…. creo que con cinco más no podré disimular ya lo que asoma bajo mis pantalones. Uf, me siento y respiro. Hago ver que es el esfuerzo, pero el ritmo de mi respiración va al ritmo de ese top fucsia tan hortera que sube y baja al otro lado de la sala. No oculta sus michelines, y eso me gusta. Me quedo un rato respirando y mirándola. Es extraño, ella no me mira. Creo que soy el último, no paro de mirarla como un obseso, tengo la polla erguida apuntándola desde esta esquina de la sala (no me creo que no vea lo elevado de mis pantalones en alguno de los espejos), y ella no me mira. Está claro, no me necesita. Las rubias de blusa perfecta sí necesitan que las mire para existir. Sin una mirada que las apruebe, desaparecen, se confunden con el paisaje. Por eso ninguna dura más de tres semanas. Porque yo no las miro. Cierro los ojos, siempre. No quiero ver a través de ellas. Ella no es así. Ella existe sin necesidad de que yo venga confirmar nada. Existe, es ella, estés ahí o no para admirarla. Se siente bella. Se siente rotunda. Por eso no dirige a nadie más que un “buenas noches” metálico y frío. Porque no nos necesita.
Creo que es momento de ir a la ducha. Al entrar en el vestuario, una punzada fría recorre mi columna de arriba abajo, y acto seguido, una ola de calor sube hacia mis sienes. No puede ser. Mi ropa está donde la he dejado, sobre el banco (a estas horas hay muy poca gente, no suele ser necesario guardar nada en las taquillas). Pero no está como la he dejado. Está azul. Un azul fosforito y viscoso que gotea hacia el suelo. Mi vecino de banco, el del mapa de metro en la espalda, ha olvidado uno de esos botes de pseudo-alimento, y lo ha dejado sin tapar, vertiendo esa química inmunda sobre todas y cada una de mis prendas. No sé de qué está hecho, pero mis zapatos han mutado de marrón a verde aguamarina, mi camisa tiene una costra que ha comenzado a endurecerse sobre 4 de los botones, y una especie de charco pegajoso que ha unido la manga izquierda sobre el costado derecho. El sobrante de todo este desastre ha estado goteando sobre la entrepierna de mis pantalones y resbalando hasta alcanzar los boxer que pensaba estrenar hoy. No se salva nada. Bajo los boxer está mi móvil (o estaba, porque no consigo distinguir ni el botón de encendido con ese pringue viscoso y azul que lo ha invadido todo. También ha alcanzado mi tarjeta de crédito y el bono del metro, mis dos últimas esperanzas. La química supervitamínante y mineralizante de mi vecino ha difuminado los colores impresos, ha corroido el chip, y la banda magnética tiene ahora varias burbujas. No pienso tocar eso.
….continuará.