“Diecinueve años”. Va barriendo ramas y piedras de la cueva mientras piensa en esa cantinela que siempre oye cuando baja a la fuente. “Diecinueve años y el señor del castillo no ha bajado ni una noche a por ella. Ha desvirgado a todas las hijas de puta de la aldea, pero parece que ser hija de bruja es más útil que ser hija de puta”.
En esos tiempos de cruzadas y hambrunas, de inquisidores y cosechas robadas, el castillo parece un oasis en medio del caos. El señor y sus hijos han tenido una dispensa para no ir a la batalla. En su lugar, sólo deben quedarse holgazaneando en el castillo, a “guardar” la forja y a su herrero, que provee de espadas, lanzas y corazas a varios ejércitos de ambos bandos. Un oasis para los nobles, un infierno para las muchachas de la aldea, que deben huir de un viejo obsesivo y cinco gallardos hijos que no tienen más ocupación que levantar faldas y tomar por la fuerza lo que consideran suyo.
Ella no ha sido nunca objeto de deseo del señor ni de sus vástagos, cosa que nadie se explicaba. Ni ella misma. Desde los once años tenía problemas para mantener los pechos dentro de la camisa. Caderas anchas, carnes prietas, piel dorada, pelo negro … y más alta que cualquiera de las otras chicas: lo tenía todo para haber sido elegida la primera. Sin padre para protegerla, y con una madre impedida desde hacía años a la que cuidar. Todos los boletos para ser la preferida de los nobles. Pero ninguno abrió su puerta. Ninguno se le acercó en el huerto. Ninguno le acechaba junto a la fuente. Ninguno la mandó subir por la fuertz a la torre. Al contrario. Ella y su madre eran foco de su burla y de su asco. Brujas, meigas, hechiceras… eso decían. Ella tan sólo cuidaba a su madre y sobrevivía sola en aquella aldea de la que no podía escapar.
Ahora está en la cueva. En esa cueva que no existe, porque nunca nadie habló de ella,... y ya son siglos desde que el castillo y la aldea estaban habitados. La descubrió ella por casualidad. Un susurro del bosque le dijo que rodease la cascada. Allí estaba la entrada en forma de vulva. Sólo ella había visto la abertura. Sólo ella había entrado allí.
Ahora la está barriendo, adecentándola. Hay pinturas e inscripciones en la piedra, sobre todo al fondo de la cueva. Son espirales, trisquels, triquetas,... símbolos solares y de luna que no entiende, pero que sabe que tienen poder. Sabe que debe preparar el lugar para para lo que viene.
Ha estado viniendo durante varios meses, cada pocos días. Al principio acercó leña y espantó a los murciélagos. Colocó alguna piedra más en la bajada, a modo de escalones. y rascó el musgo de ellas para no resbalar. Los últimos días ha pisado con fuerza el barro de la nave central de la cueva para allanarlo y compactarlo. Ha preparado un hogar de fuego en la parte izquierda, bajo la abertura del techo que permite la entrada de luz y también hace las veces de chimenea. Ha colocado pieles y mantas a la derecha para cubrir uel hueco por el que entraba la corriente que le apagaba el fuego una y otra vez. Ha creado un lecho de paja y hojas de laurel, lo ha cubierto con otra de las mantas. Está orientado con la cabeza apuntando a la roca sagrada y los pies hacia la entrada. Está colocada cerca del fuego, y con un pequeño altar a su derecha. En el altar un cuenco, una vela, un ramillete de hierbas olorosas, un cuerno de cabra… será suficiente.
Sabe que tiene que estar ahí. Lo supo el mismo día que encontró la cueva. No se lo dijo a nadie. Aún así, su madre lo supo. Casi ciega y sin poder moverse de la cama, lo supo durante el invierno. “Te han llamado a ti.” le dijo. “Puedes elegir lo que quieras: puedes acudir o no a la llamada, eres libre. Yo en su momento no quise escuchar, pero sí la oí, sí la sentí. Sabiendo lo que sé hoy, acudiría yo, si pudiera. Pero es a tí a quien han llamado. Y tú debes elegir”.
Aún no ha elegido. No ha oído nada más que aquél susurro que le mostró la entrada de la cueva. Desde entonces, silencio. Esuna cueva sorprendentemente silenciosa: no se oye la cascada, no se oyen los pájaros ni los ruidos del bosque. No se oyen ni sus propios pasos ni el crepitar de la madera en la hoguera. Todo es silencio. La voz es devuelta por las paredes con un pequeño retardo y no como un eco, sino como un pequeño murmullo. No ha sentido nada, absolutamente nada, salvo la certeza de que tiene que estar allí. Hasta hoy no ha entendido a su madre, siempre farfullando cosas sin sentido. Hasta hoy, simplemente subía a la cueva para no tener que estar con ella. Ni en el pueblo. Ni en el río lavando con las otras mujeres, que callaban su cháchara al llegar ella. Había ido acomodando la cueva sin planificarlo. Subía cada vez como si fuera la primera, y preguntaba sin palabras a la cueva que necesitaba. En la siguiente visita sabía que tenía que subir una manta, o colocar una piedra. No era algo planificado. Era algo que le quemaba tras el ombligo. Cada vez, cuando sentía aquel calor dentro, la cabeza pasaba a un segundo plano, y tomaba el control una fuerza superior a ella. Siempre dejaba que actuase por ella. Era lo mejor. Era la única manera de que aquel quemazón se apaciguase.
Hoy, con 19 años y con el cadáver de su madre aún caliente en la tumba fuera del camposanto, sabe que es el día de elegir. No sabe muy bien qué hace ahora ella sola, moviendo piedras en una cueva, pero sí sabe que hay otras partes de su cuerpo que reivindicaban un nuevo poder. Hace un tiempo que un nuevo calor asciende por su cuerpo. Surge de entre sus piernas, humedece sus enaguas, asciende como dos serpientes entrelazadas por su espalda.
Sabe que puede alimentar a esas serpientes engatusando a algún mozo del pueblo. Hasta ahora no ha sido difícil: sólo elevar suavemente la falda al caminar frente a ellos, agacharse más de la cuenta en la fuente para mojar descuidadamente la camisa y los pezones cuando ellos zanganean en el pórtico, bañarse en el río desnuda con mucha más frecuencia que cualquiera, colgando las enaguas de la higuera a modo de bandera de alerta… No es difícil poder tener una o dos pollas bien firmes apuntándola desde la orilla. No es difícil agarrar una en cada mano y usarlas de forma alternativa para calmar el calor. No sería difícil ocupar ahora el lugar de ramera del pueblo que había quedado libre tras la muerte de su madre.
Pero aún no ha decidido nada. Ha venido a la cueva y lo ha preparado todo sin pensar. pero ya está todo en su sitio. Lo sabe. No tiene sentido demorarlo más. Si va a dar un paso, debe ser esta noche. Shamain, lo llamaban en la lengua antigua. Noche de muertos. Una noche entre dos mundos.
Se quita la ropa lentamente. La coloca con mucho cuidado junto al altar. Va desnuda al fondo de la cueva, acaricia lentamente cada pintura, cada trazo de la roca. Con cada roce, la cueva parece tener más luz. Sabe que simplemente es que en la hoguera ha comenzado a arder la raíz de brezo que ha traído hoy. Con ella el fuego arderá durante horas. Se tumba sobre el lecho.
Una pequeña brisa fría acaricia sus piernas. Ella no se mueve. La brisa, esta vez algo más templada, acaricia la parte interior de sus muslos, roza su clítoris y remolonea entre sus pechos. Ella duda, pero relaja sus piernas, entreabiéndolas. Otra ráfaga, esta vez caliente desde la hoguera, se acerca, acariciando su cadera, y resbalando hacia el clítoris, donde se detiene como en un latido rítmico. La respiración de ella se vuelve más profunda, al ritmo de ese latido, que ahora inspira y exhala pequeños soplidos sobre el clítoris, que rebosan como en dos lenguas de aire hacia la vulva. Se eleva de nuevo el aire, y vuelve ahora de arriba a abajo, resbalando desde el cuello, entre los pechos, girando suave sobre el ombligo, y de nuevo aspirando, esta vez fuerte el clítoris, para soltarlo y caer surfeando por los labios hasta la vagina.
Ella se estremece. Por primera vez, los dos ardores se encienden al unísono: el plexo solar tras el obligo llamea igual que la raíz de la hoguera; más abajo, las serpientes de fuego han prendido en llamas su vagina y comienzan a reptar por su espalda. Cada jadeo de la brisa, aviva el vaivén de las serpientes, que se equilibran la una a la otra para avanzar sin prisa: una es fría, la otra caliente: cada vez que se cruzan, generan chispas y la espalda de la chica se arquea en una convulsión controlada. Avanzan despacio, no dejan que la vibración suba. Estremecen por un momento el cuerpo, para luego seguir reptando en una suave caricia.
La brisa se ha tornado ahora en corriente, y viene con fuerza entrando sin permiso en la vagina. Entra caliente, y se retira un poco, tomando aire frío. Se arremolina y vuelve a entrar, empujando en un remolino de frío y calor. Las serpientes se tornan por un momento, hacia abajo, reptan hasta toparse con ese vendaval que empuja fuerte el fondo de la vagina. Ellas entran también, tanteando con su lengua los pliegues interiores de la chica. Ella jadea cada vez más fuerte, y alimenta así la fuerza de la brisa.
Las serpientes han tomado fuerza, han endurecido sus cuerpos y suben ahora desde el interior. Cruzan el fuego del útero. Cruzan el fuego del plexo solar. Cruzan el fuego del corazón y la garganta. Salen como un grito ahogado de la boca de la chica y rodean su cabeza por ambos lados, para volver a unirse sobre ella. Se alargan a cada empuje de la ventisca, ella estira sus brazos sobre su cabeza para asirse a ellas con las dos manos. Ellas siguen creciendo hasta tocar la roca de las inscripciones. La luz de la cueva se vuelve blanca y cegadora. El viento se detiene por unos segundos. El ojo del huracán. Las serpientes abren sus bocas. La chica las agarra, y las lleva, como si fuesen un látigo, hasta el interior su vagina. Fuerza con sus dedos que una de ellas aspire su clítoris. Fuerza con la otra mano, que la otra muerda su propia cola en el interior de su útero. Y abre las piernas al máximo pàra dejar que la galerna empuje con toda su fuerza la maraña de fuego y deseo en que ella se ha convertido.
El humo lo inunda todo. Ella respira con dificultad. Casi toda la leña se ha consumido, salvo la raíz, que arde sin llama, formando un ojo incandescente que la mira mientras vuelve en sí. Ella lo ha visto todo desde arriba. Al comenzar las embestidas del aire, ella ha abandonado su cuerpo y ha visto y sentido la intensa cópula desde el techo de la cueva. Un hilo de plata la mantenía unida a su cuerpo. Ahora desciende por él jadeando para ocupar de nuevo su cuerpo.
Ya está hecho. Es una bruja, una meiga, una hechicera. Siempre lo fue, pero desde ahora lo es de forma consciente: Esa ha sido su elección.